Llegar a Madrid con las maletas llenas de ilusión, sueños, metas y muchos pajaritos. Elegir la capital para preparar el MIR con las mismas ansias de comerse la capital.
Siento el spoiler pero el priori ya avecinaba el posteriori.
Unos años de ruda disciplina, horas de biblioteca, fina precisión práctica y pudo terminar Medicina sin aumentar los años como muchos de sus compañeros. Un privilegiado del orden y la templanza.
El cambio de ciudad, derrumba ese locuaz tramado de buenas disposiciones y durante las nuevas clases, que son duras y requieren otra dosis de disciplina, no deja de conectarse a su Instagram de forma adictiva. Likes, comentarios, búsqueda de aprobación e inversión de tiempo. No consigue que su cuenta crezca como quisiera y tampoco concentrarse en sus clases.
Fiestas por descubrir, la We y los chulazos, los viernes en Boite, algún Baila Cariño, domingos de Tanga y por qué no… Kluster para los momentos más tórridos. Tantos nuevos chicos que catar y tan poco tiempo para alimentar esas ganas de vivir.
Y en ciertos momentos de dudas, siempre estaba él, ese chico formal donde resguardarse y al que acudir, ese al que contarle debilidades siempre fue más fácil.
Hasta que este chico le devuelve sus propios comentarios, sus propias dudas y sus propios argumentos y parece tosco, bruto o incluso desacertado, con lo que el doctor en ciernes le devuelve su intento de ayuda con ninguna vela en el entierro.
Ahora, meses después, sigue teniendo las mejores fiestas, un instagram sin tantos likes, el MIR totalmente desestimado, un ex chico y unas ansias devoradas por la ciudad.