Diego tenía miedo a que pasara lo que finalmente ocurrió.
Conoció a un chico de esos que sólo salen en las revistas: alto, moreno, sonrisa tímida, cuerpo esculpido en el gym, pero ante todo, de un magnetismo inigualable. Aitor era realmente mucho más que eso, lo tenía todo.
Esa noche Olé Olé puso banda sonora a lo que una mirada puede llegar a provocar. Pasaron cinco horas bailando y cantando sin dejar de sentirse. Como dos adolescentes se despidieron habiéndose prometido volver a verse porque sabían que esa química no era únicamente física. Una semana de cientos de WhatsApp sobraron para decidir que la distancia entre sus dos ciudades se reduciría el siguiente viernes a la que sus labios desearan.
El temor sinrazón de Diego a no ser suficiente y que acabara todo en una noche de verano, frente a la angustia de Aitor por estar armarizado y no ser aceptado por ello, se unieron en un desencuentro total: varios miedos, dos inseguridades, un bloqueo y ninguna libertad para atender y entender que sus pieles y sus corazones les pedían lo contrario.
Aitor, negándose la realidad, determinó que aquello no fluía. Diego, después de la rabia y el llanto, acabó por callar. Ambos, eligieron el camino más cómodo: engañarse.
Fue una noche de verano y un autobús de vuelta antes de lo que nunca debió salir. Todas las experiencias sin vivir. Caricias sin expresar. Besos sin degustar. Una despedida sin acertar.
Diego tenía miedo. Aitor también.