Te invito a comer a mi casa. Nada especial. Una pasta, pimientos rojos asados y ternera picada. Lo especial es que es la primera vez que almorzamos juntos. Llegas mientras estoy cocinando y preguntas en qué me ayudas.
– Está todo hecho – te guiño un ojo.
– Al menos puedo poner la mesa.
Hago que no te siento pero estás detrás de mí, mirando cada movimiento que hago, así que me empiezo a poner nervioso y siento cómo, mi ya obvia torpeza, se agudiza. Decido mejor, acceder a tu petición así que apago el fuego mientras acaba de reposar la comida, busco el mantel negro y te lo doy. Me devuelves una sonrisa perfecta con tus ojos verdes. Retiro las flores de la mesa y veo cómo extiendes el mantel. Me gusta el cuidado con el que pasas la mano para evitar las arrugas. – ¿Tenedores? – Me preguntas con tu acento americano que me hace mirarte con cariño.
Abro el primer cajón y te los acerco. Me vuelvo para buscar dos vasos y el agua fría de la nevera. Al darme la vuelta ya estás ahí esperando. Reparto la comida y nos sentamos. La conversación es fácil. Te ríes con mis caras, nos miramos a los ojos mientras nos contamos ninguna cosa importante y obviamos que la pasta realmente no está al dente ni los pimientos lo suficientemente calientes.
Como ninguno de los dos perdonamos el café, me levanto y elijo dos cápsulas de color verde mientras ya has empezado a fregar.- Déjalo que yo lo hago después.- ¡Ya lo estoy haciendo! – Ésta vez eres tú quien te vuelves y me guiñas.
Después de fregar, secas y colocas cada cosa en su lugar, sin preguntarme, sin vacilar dónde están los cubiertos y la vajilla. Me sorprende tu capacidad de atención a los detalles. Todo con una naturalidad pasmosa. Y que alguien me sorprenda a estas alturas, me gusta. Y mucho.